Evacuación de menores al extranjero
Las niñas y niños fueron las grandes víctimas de la guerra, al producirse desplazamientos masivos. En el caso de Altsasu, ya hemos visto cómo familias enteras fueron expulsadas de su localidad. Otras optaron por establecerse en lugares en principio seguros, pero la situación de angustia y el temor por no saber qué hacer con los menores se repitieron conforme el frente nacional tomaba aquellos sitios.
El Gobierno de la República realizó varios planes de evacuación para evitar mayores daños físicos y psicológicos y poder protegerlos. Para todo ello, contó con la colaboración de varios países como Francia, Bélgica, Inglaterra, Unión Soviética, Suiza e incluso México.
Normalmente, eran los organismos internacionales de ayuda humanitaria quienes llevaban a cabo dicha labor.
Las gemelas altsasuarras, Julia y Josefina Salinas Urtasun, hijas de Luisa Urtasun y Constantino Salinas, en calidad de maestras, acompañaron en una ocasión a las niñas/os que, tras pasar por Francia, se dirigían a Suecia, pero al no poder llegar a reunirse con la comisión de dicho país sueco que iba a encargarse de los niños/as, después de una serie de vicisitudes, tuvieron que pasar a la zona republicana por Cataluña.
Esteban, Mario y Venancio Zornoza Urrestarazu
(Los tres hermanos con la familia de Acogida)
La familia Zornoza Urrestarazu, tras el golpe de 1936, optó por instalarse en Bilbo, a excepción de su hijo José, que tomó parte en el Frente Norte.
Tras la toma de Bilbo, Isidro Zornoza Jorge fue detenido y posteriormente sacado de la prisión de Larrinaga para ser fusilado. Su mujer María, ante la situación, tuvo que tomar la decisión de enviar a sus pequeños al exilio quedándose ella sola con su hija Amparo.
En Bilbo, su hijo Mario se sentía aterrorizado con el ruido de los aviones y la impotencia de la familia era total.
Esteban, Mario y Venancio, junto a un numeroso grupo de niñas y niños, partieron desde el puerto de Santurtzi (Santurce) con destino a Southampton en Inglaterra, como refugiados.
México, Francia, Bélgica y la Unión Soviética ya habían recibido refugiados que huían del hambre y la situación padecida, pero, hasta entonces, el Gobierno británico los había rechazado bajo el argumento de que ese gesto iría en contra del pacto de no intervención en la guerra española que habían firmado las principales potencias europeas.
El Habana, un buque con capacidad para 800 personas, partió con más de 4200 pasajeros entre niños, educadores y otra tripulación. La expedición a Inglaterra, como se denominó al viaje, había comenzado.
En las siguientes líneas se recogen los testimonios de dos de los niños compañeros de los hermanos altsasuarras, Herminio y Juanita.
Según nos cuenta Herminio, «nos metieron al barco, estaba todo lleno de críos y no conocíamos a nadie. Nos mareamos todos y una niña cerca de nosotros se pasó toda la noche gritando que quería volver a casa, que le dijeran al capitán que volviese, que quería volver con sus padres». «Tras dos días de trayecto, el barco atracó en Southampton».
Según relata Juanita, «en el puerto nos esperaba el Ejército de la Salvación con una banda de música, nos llevaron a un campamento, y me acuerdo que había altavoces en los que escuchaba “hay que hacer cola para comer…” y todos corriendo».
Al llegar a Inglaterra fueron instalados en unas tiendas de campaña. Dos meses después, los niños fueron repartidos por decenas de colonias distribuidas a lo largo y ancho del Reino Unido.
Fiel a su compromiso, el Gobierno no participó en la manutención de los refugiados, que fue organizada por grupos tan diversos como los sindicatos de mineros, los cuáqueros y numerosos comités de ayuda.
Durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial tuvieron que estar durante 60 días alejados de sus residencias. Los trasladaron a una zona de campo de interior para poder estar más seguros.
Algunas familias los reclamaron pero a María le era imposible poder reclamar a sus hijos, por la situación en la que se encontraba. Ante lo cual, los tres hermanos terminaron en familias de acogida.
Venancio trabajó en Correos y Mario en una editorial, a su vez tenían pasaporte español. Esteban optó por irse a Chile, donde tenían familiares.
Su madre, María Urrestarazu, después de 18 años, optó por coger el tren ella sola y dirigirse a Inglaterra para poder verles de nuevo. Con el tiempo, en alguna ocasión vinieron ellos de visita a Altsasu.
Only for three months
«Solo serán tres meses»
Adrian Bell (1901-1980), periodista, granjero y escritor inglés, se sintió profundamente conmovido al oír hablar de los 4000 niños y niñas vascos que fueron acogidos en su país en el verano de 1937.
Investigó y entrevistó a varios de aquellos niños, ya adultos, entre ellos a Mario Zornoza Urrestarazu, hijo de Isidro y María del bar Txoko de Altsasu. Así surgió el libro Only for three months, «Solo serán tres meses».
Muchos de ellos fueron reclamados por sus familias al acabar la guerra en España. Otros muchos nunca volvieron, hicieron su vida en Reino Unido, crearon sus propias familias y murieron allí, junto a sus hijos y nietos.
El Gobierno vasco, después del cruento bombardeo de Bilbo en enero de 1937, se planteó la posibilidad de trasladar a cuantos niños pudieran al extranjero para salvaguardarlos de los riesgos de la guerra.
Después de largas conversaciones con el gobierno inglés, accedió a acoger a una expedición de niños de entre 5 y 12 años de edad.
Fueron trasladados en El Habana, un viejo transatlántico de madera con capacidad para 800 pasajeros. Llevaba exactamente a 3.843 niños y niñas, 95 maestras, 120 voluntarios y 15 curas.
«Entre aquellos niños se encontraban tres primos de mi madre: Esteban, Mario y Venancio Zornoza Urrestarazu». Así comienza el testimonio que nos aportó Maite Sáez de Muniain, hija de José Mari, que amablemente nos lo tradujo del libro que Adrian Bell publicó sobre los niños de la guerra.
Hemos podido, de esta manera, obtener el testimonio de Mario Zornoza al que entrevistó para su libro. «Nosotros no vinimos, a nosotros nos enviaron». Así empieza Mario su relato, el segundo de los tres hermanos.
A nuestra llegada a Southampton, un pueblo costero del sur de Inglaterra, nos esperaba la banda de música del ejército de salvación. Nos llevaron a un campamento donde había cientos de tiendas de campaña perfectamente alineadas. Nos colocaron a ocho niños en cada una. Yo nunca había visto antes una tienda, excepto en las películas de indios y vaqueros. El suelo estaba cubierto de paja y había cuatro colchonetas a cada lado. Estábamos cerca de 4000 niños ruidosos, indisciplinados, desorganizados. De los altavoces salían unas frases que no entendíamos y de vez en cuando decían en castellano: “Formad una cola para comer, cola para ir al baño, cola para ducharnos”.
En la soledad de la noche llorábamos hasta quedarnos dormidos. A pesar de que no faltaba la comida, nuestro hermano mayor, Esteban, siempre se las arreglaba para guardarnos un trozo de pan, nos protegía mucho.
Tres meses pasaron rápido y en vista de que el crudo invierno acechaba y no podíamos volver porque la guerra en España se hacía cada vez más cruenta, nos repartieron a diferentes colonias y familias que se prestaron voluntarias a acogernos a lo largo y ancho de Inglaterra. Fiel a su compromiso, el gobierno ingle no participó en la manutención de los refugiados, que fue organizada por grupos tan diversos como los sindicatos de mineros, los cuáqueros y numerosos comités de ayuda.
A nosotros no nos separaron y nos llevaron, junto a unos cincuenta niños más, a un antiguo hospital militar remodelado de la I Guerra Mundial en Keighley-Yorkshire.
Lo regía el reverendo Balmer, un hombre bondadoso que recordamos con mucho cariño. Los fines de semana, vacaciones, navidad, etc. nos acogía una familia con hijos de nuestras edades con los que mantenemos una bonita amistad.
Balmer se preocupó de traer profesores para enseñarnos inglés y así poder ir a la escuela.
Así pasaron tres años y en 1939, acabada la guerra, la mayoría de los niños fueron reclamados para volver con sus familias». Cuando la segunda Guerra Mundial y la situación en dicho lugar optan por sacarlos al «Campo», a lugares mas seguros durante 60 dias. Posteriormente algunas familias los reclamaron pero a Maria le era imposible realizar dicha petición . Ante lo cual tuvieron todos «Familia de Acogida».
Mario explica:
«El reverendo Balmer me llamó a su despacho y me dijo que nosotros no podíamos volver. Me explicó con mucha delicadeza que nosotros ya no teníamos familia a la que regresar, mi padre había muerto, mi madre estaba exiliada en Francia con mi única hermana y mis familiares estarían pasando por muchas dificultades y no podrían atendernos. “-Mejor os quedáis un tiempo más”, “-¡Pero yo quiero volver!”, “-¡Allí no hay nadie esperándoos!”, “-¡Yo voy a volver!” Como vio que no me convencía y yo no cedía me dijo rotundamente: “¡No, no podéis!”.
Yo lloraba y lloraba con rabia, él me sujetó y yo luchaba desesperado hasta que me cansé de llorar y me rendí. Yo quería volver a mi pueblo, recordaba perfectamente sus calles, que yo recorría con mi bicicleta, mis abuelos, mis amigos, el bar de mis padres…»
«Mi hermano Esteban era el mayor. Era muy inteligente, despierto y pensaba rápido. Fue de los primeros en dominar el idioma. A los 15 años iba a la escuela y por las tardes el reverendo Balmer le encontró un trabajo donde ganaba 15 chelines semanales. No sé cómo se las arregló para contactar con un pariente de nuestra madre en Chile y conseguir su autorización para ir allí. A pesar de que ya se había declarado la II Guerra Mundial, Balmer le ayudó a conseguir el pasaporte y su pasaje para Chile. “Por favor, padre, cuide de mis hermanos pequeños”, le dijo antes de marchar.
Él nos escribía unas cartas llenas de ánimo y coraje. Nos decía que estaba trabajando duro para llevarnos con él. Nos quería mucho. Murió allí unos años más tarde.
Esto supuso muchas lágrimas y entendí que ya estábamos en un punto de no retorno sin el cariño y la fuerza que él nos transmitía».
Mario y su hermano Venancio conservaban la carta que su padre escribió en la celda la víspera de su ejecución, una carta digna, serena y llena de amor en la que les pide ser respetuosos y honestos.
«Mi padre era un hombre inteligente, tranquilo, de hablar pausado, respetuoso y respetado. No era militante, pero era activo políticamente y tenía bastante peso en el Partido Nacionalista».
En otro pasaje del libro dice:
«Nuestra vida se resume en trabajo duro, poco dinero y mucho ingenio».
«Cuando miro el pasado pienso que ha sido extraordinario que, a pesar del dolor, el sufrimiento, la ansiedad y todo lo que hemos pasado, nos hemos convertido en hombre estables, equilibrados y comprometidos».
Este libro relata diferentes historias de algunos de los niños y niñas que tuvieron que construir sus vidas lejos de sus padres y sus familias.
Juanita fue una de aquellas niñas que embarcaron en el Habana con ocho años rumbo a Inglaterra. -«Nos llevaron a un campamento, y me acuerdo que había altavoces y decían: ¡Hay que hacer cola para comer¡. Y todos corriendo»-comenta Juanita.
Cuenta que, estando en el caserío ayudando a su hermano a cortar la leña, se descuidó y este le cortó la primera falange del índice de la mano derecha.
Veinte años más tarde, cuando se reencontró con su madre en la estación de Abando en Bilbo, ella necesitó ver su mano para poder reconocer a su hija. Eran dos perfectas desconocidas. Juanita había sido bien educada por una familia de acogida, tenía un trabajo y vivía dignamente. Su madre era una mujer viuda de guerra, endurecida y sin recursos, ya mayor. Ninguna de las dos encajaba en la vida de la otra. Al cabo de un tiempo por segunda vez se despidieron llorando. La primera en el puerto de Santurze a los ocho años, soñando con volverse a ver; la segunda en la estación, sabiendo que ya no se volverían a ver.
Historias duras de familias rotas, consecuencia de una guerra cruel y fatídica que nunca tendría que haber ocurrido.
Familia Zornotza Urrestarazu
A su padre Isidro Zornoza De Jorge , Isidro lo fusilaron en la prisión de Larrinaga de Bilbo.
Su madre Maria Urrestarazu Maria Urrestarazu Mendizabal junto a su hija Amparo tienen que salir hacia Francia para posteriormente volver a Altsasu
Su hermano Jose Zornotza Jose Zornoza Urrestarazues detenido y trasladado a la prisión de Puerto de Santa Maria.
TRAS EL INICIO DEL GOLPE , la família se instala en Bilbo, a excepción de Jose que participa como miliciano en la zona de Gipuzkoa. En Bilbo ademas del fusilamiento de su padre Isidro Zornotza Jorge , su madre Maria tuvo que tomar la dura decisión de enviar a sus hijos al exilio, entre otras causas debido al horror que tenia Mario al oír los aviones y la situación padecida, diciéndoles que una vez en Inglaterra les escriban a sus tios de Chile
Maria Urrestarazu Mendizabal pudo ver a sus hijos pasados dieciocho años. Una vez en Altsasu y pasado un tiempo , decide coger el tren y dirigirse a Inglaterra, para lo cual su cuñada Loli le pone un cartel en la solapa con el texto:»No Hablo Frances», ya que primero tenia que ir a Paris y cambiar de tren . En la Estacion de Londres la cita con ellos era que Esteban llevase un ramo de flores con claveles rojos. Impresionante detalle, pero a decir verdad, Maria enseguida los reconoció. A los años Mario se casa con una francesa en Londres y de nuevo viaja sola para visitarles, pero en esta ocasión se arregló perfectamente para desplazarse en tren así como en metro.
En los años 60 vinieron de visita a Altsasu, la casa llena de colchones para la gran familia que se juntaba en dicha ocasión. Esteban posteriormente se desplazó a Chile, donde murió bastante joven.